Como suele pasar, el "debate" respecto de la reforma judicial es una confusa sucesión de consignas que impide el intercambio de argumentos. Lo que queda claro es que, como pasó con la ley de medios y otros temas, la esencia del proceso político es la siguiente. Existe un poder social o institucional que manifiesta manejos e intereses corporativos, contrarios al interés general, y que por lo tanto necesitaría ser reformado. El gobierno, que primero intenta tender vínculos con este poder tal cual es, eventualmente encuentra que estos vínculos son limitados y que, para desarrollar su plan de gobierno con mayor discreción, necesita generar poder propio. En el tema de los medios, esto significó generar una red de medios estatales y para-estatales, a la vez que se reducía el grado de concentración de los medios no alineados con el gobierno. En el tema justicia, esto significa controlar el organismo que designa y, potencialmente, remueve a los jueces.
Este mecanismo político le ha dado buenos resultados al gobierno por la sencilla razón de que a nadie le gustan los intereses corporativos. Entonces, cada vez que el gobierno justifica la necesidad de reformas, lo hace con razones convincentes y atendibles desde el punto de vista del bueno funcionamiento del Estado de derecho. Una vez que el debate se abre, la confusión sobre el contenido específico de las reformas hace que la sociedad pierda interés. Pero en una sociedad en general poco apegada a ideales republicanos, la idea de que un poder respaldado por el voto popular es en principio más legítimo que cualquier otro poder, contribuye a que las consignas del gobierno (siempre ligadas a la idea de "democratización") aparezcan como legítimas. Finalmente, en medio de una gran confusión, las reformas introducidas por el gobierno no hacen otra cosa que aumentar su propio poder. Estas reformas aparecen confusamente legitimadas bajo dos principios: 1) la necesidad de terminar con un poder corporativo; 2) la superior legitimidad del poder democráticamente electo frente a cualquier otro poder.
El argumento de que es bueno debatir la reforma judicial, como fue bueno debatir la ley de medios, es engañoso. El "debate" en estos casos no es más que una guerra de consignas, y es claro que el objetivo último del gobierno no es otro que ganar la mayor cantidad de poder posible. Un debate solo tendría sentido si la reforma convocara a especialistas y se desarrollara atendiendo aspectos técnicos. Si el objetivo no es otro que aumentar el poder del gobierno democráticamente electo, el "debate" no es otro que el de democracia vs. república, el cual es demasiado amplio y filosófico como para interesar a una parte significativa de la ciudadanía.
Finalmente, lo único que queda de estas "reformas" es que, sobre la base de algo que no funciona como debería, el gobierno avanza y aumenta su poder. El argumento sería: "como esto funciona mal, voy a limitarlo y aumentar mi capacidad de control, siendo que yo tengo legitimidad democrática y, por lo tanto, mi poder es en principio más legítimo que cualquier otro". Frente a esta lógica, las discusiones técnicas son inútiles. Lo que está en juego no es el poder judicial específicamente, ni los medios específicamente, sino la relación entre democracia, república y Estado de derecho. ¿Queremos que el poder democráticamente electo sea el mayor posible, o queremos que tenga límites? ¿Queremos que haya instituciones y grupos de la sociedad civil que, más allá de sus defectos, contrapesen al poder democrático, o preferimos que el poder democrático sea lo más amplio posible?
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