domingo, 14 de julio de 2013

CBC, oratoria, política

Año 2002. Todavía en plena reverberación de la crisis política de 2001 (y en plena crisis económica, claro está), empiezo el CBC para ciencia política. Primera clase de la materia "ciencia política" (curioso que el nombre sea una disciplina entera). Dos muchachas jóvenes presentan el programa: de Platón a Max Weber, pasando por Mill, Tocqueville y Marx. Al final llega el titular de cátedra, a quien no volveré a ver a lo largo del semestre.

Es un hombre joven. Habla muy bien, fluido, no se traba, no repite palabras, tiene un vocabulario variado. Nos habla de qué es la teoría política, de la importancia de ir armando nuestra biblioteca con sus textos fundamentales. Después habla más de política. Solo recuerdo su crítica al lenguaje de los 90. "Crepúsculo" es una palabra bella, dice. "Convertibilidad" es, en cambio, una palabra horrible. Yo me siento entusiasmado. Siento que descubro algo nuevo, o sea, una nueva forma de criticar a un objeto que odio: la "década menemista".

Unos años más tarde me entero que este profesor, a quien no he vuelto a ver ni a escuchar, va a hablar en un mesa en la Feria del libro. Me entusiasmo y decido ir a escucharlo. No recuerdo el tema, pero describe una época. Su oratoria es aún más sorprendente: habla de cafés en alguna ciudad Europea del siglo 19, donde personajes famosos de la historia del pensamiento discuten problemas fundamentales de la humanidad. Describe los detalles como si estuviese leyendo un cuento. El público se entusiasma y termina aplaudiendo efusivamente. Yo pienso que mi impresión original se confirma: se trata de un intelectual admirable. Pero hay un detalle: otro de los panelistas, al terminar los aplausos, habla en tono crítico. Interpreto de sus palabras que la buena oratoria esconde falta de rigurosidad intelectual. Agradar al público no es lo mismo que saber de lo que se habla. ¿Es un envidioso? ¿O alguien que realmente sabe? Me quedo pensando.

Pasan varios años. Ya estoy recibido y me dedico a la investigación. Ya tengo mis propias ideas sobre lo que significa el rigor intelectual. Vuelvo a escuchar de mi profesor del CBC. Es una de las principales firmas en una carta pública que defiende al gobierno de Néstor Kirchner, en ese momento asediado por un conflicto político. Yo no simpatizo con el gobierno, y la carta me parece mal escrita y argumentalmente superficial. Mi antiguo profesor empieza a aparecer en los medios. Ya no me parece que hable bien. Habla seductoramente: fluido, claro, pausado, con tono amable. Pero no hay argumentos ni conceptos claros, sino solo idea generales. Sus escritos son aún peores: solo imágenes y metáforas, nada que interpele a quien no comparte en principio la posición de quien escribe.

Pasan algunos años más. Yo me voy especializando en teoría política, mientras mi profesor se va convirtiendo en una celebridad mediática. Ya ni lo leo ni escucho, salvo para entretenerme y reírme de lo que considero un absurdo. Más entendido en el funcionamiento de las disciplinas académicas, sé que sus méritos profesionales están muy por detrás de su reconocimiento público. Siento que es injusto que tanta gente mucho más destacada sea ignorada, mientras mi antiguo profesor, por sus dotes de orador, tiene un cierto reconocimiento público. Pero, pienso, ¿no es así la historia de la filosofía? A Sócrates lo condenó a muerte un tribunal popular.

Hoy mi profe es candidato a un cargo político. Eso me pone contento. Pienso que no hay que confundir las cosas: hacer política no es hacer filosofía. Me llevó bastantes años formar la idea de esa diferencia.

lunes, 8 de julio de 2013

¿Y la política?

Hace ya varios meses, probablemente años, que en la Argentina no hay discusiones políticas sustanciales. Como si en el país no hubiesen problemas y desafíos concretos (pobreza, marginalidad, inseguridad, transporte, educación, inflación, etc.), la discusión política pasa únicamente por estilos y consignas abstractas. El gobierno se vanagloria permanentemente de logros pasados mientras exalta su capacidad de confrontar intereses no democráticos. Pero ya no queda claro qué relevancia tienen esas confrontaciones para los problemas concretos del país. Si el gobierno consigue subordinar a la justicia al voto de la ciudadanía, ¿se hace posible solucionar algunos de los problemas estructurales del país?

Los líderes de la oposición, por su parte, insisten en cuestiones de estilo. Por alguna razón difícil de entender, entre las cuales no habría que descartar una accidental ausencia de talento político, nadie propone prioridades de gestión. En cambio, Binner se muestra como un administrador prolijo, De Narváez moviliza el odio contra Cristina, Massa no dice nada (apostando por ahora a la novedad de su figura) y Macri insiste con una ideología vecinalista poco relevante a nivel nacional. ¿Por qué nadie dice que tiene un plan para evitar que la gente se muera en accidentes de tren? ¿Por qué nadie dice que tiene una idea para integrar a la gente que vive en las villas?

Esta especie de supresión de la política no es nueva, sino que existe desde hace un par de décadas. La novedad es que hoy la misma no surge solo de la "pos-política" propia de candidatos que no confrontan como Scioli y Macri, sino también de la "hiper-política" que muestra el gobierno, la cual desplaza toda discusión de gestión hacia confrontaciones ideológicas abstractas. "Abstractas" en el sentido de que no queda claro cómo las mismas afectan aspectos sustanciales de la vida de la ciudadanía.

Así, mientras las élites políticas e intelectuales se dividen en torno a su identificación con uno u otro espacio, la ciudadanía sigue su vida sin otra expectativa que que las cosas sigan más o menos como están.