lunes, 30 de mayo de 2011

Sarlo

Beatriz Sarlo es, en alguna medida, un referente para aquéllos que nos consideramos críticos del gobierno sin adherir por ello a ninguno de los principales sectores opositores. Sarlo no defiende ningún programa político específico, lo cual le ha valido numerosas críticas desde el kirchnerismo (del tipo "es fácil criticar, ¿pero qué proponés?"). Más bien, ella expresa una preocupación por muchos de los procesos culturales que se están viviendo, y se dedica a discutir la valoración que de ellos realiza la intelectualidad kirchnerista. Es, además, una persona que debate, es decir, una persona que presenta argumentos y busca justificarlos. No es poca cosa, en un espacio público donde prevalecen la repetición de consignas, la estigmatización y la condenación moral. Por otro lado, se trata de alguien cuyos méritos intelectuales le otorgan credibilidad en el ámbito de las discusiones intelectuales.

Lo que diferencia a Sarlo de otros intelectuales como ella es su publicidad. Mientras que el kirchnerismo cuenta con numerosos intelectuales provenientes del ámbito académico de gran presencia mediática, prácticamente ningún académico crítico del gobierno, salvo Sarlo, ha adoptado tal presencia en el debate público. En realidad, ya desde antes de adquirir un perfil más definidamente crítico del gobierno Sarlo comenzó a dedicarse al análisis de la cultura en la prensa escrita. Pero es llamativo como, lejos de retraerse ante un escenario cada vez más reactivo a sus opiniones y perspectivas, Sarlo se instaló en la posición de la única intelectual académica crítica del gobierno con una presencia importante en los medios de comunicación.

Sarlo es importante tanto por lo positivo que representa como por lo negativo que revela. Su participación pública es positiva en el sentido de dar expresión a una crítica académica del gobierno que existe pero que en su mayoría elige, con buenos motivos, no darse a conocer demasiado. Sarlo recuerda, contra lo que muchas veces se sostiene desde el discurso oficial, que no todas personas inteligentes y formadas son partidarias del gobierno. Pero su soledad revela al mismo tiempo el retraimiento de ciertas voces académicas y el consecuente empobrecimiento del debate intelectual. O tal vez haya que revertir la causalidad, y sea que las voces académicas se retraen a causa de un debate intelectual empobrecido.

Esto último es algo que Sarlo pone en evidencia en cada una de sus intervenciones. Lo pone en evidencia cuando sus columnas desatan respuestas insultantes en medios afines al gobierno, respuestas que revelan incapacidad de discutir ideas y, consecuentemente, una absoluta propensión a la condena moral. Lo pone también en evidencia cuando asiste al programa 678 y tiene que discutir con ocho personas que piensan radicalmente diferente a ella, quienes diariamente se dedican a acordar unos con otros, y cuyos méritos intelectuales son insignificantes en comparación con los de ella. Pero también lo pone en evidencia a través de sus propias limitaciones, de sus propios errores y falencias, propios tal vez de una soledad que la lleva a cubrir más temas de los que ella está sólidamente calificada para tratar.

Sarlo, después de todo, ha hecho su carrera en el ámbito de la literatura y el estudio de la cultura. Sería necio poner en duda que es una intelectual sumamente calificada para comprender muchos de los procesos políticos que la Argentina está atravesando. Pero también es cierto que, por la complejidad del mundo moderno y los avances del conocimiento académico, es cada vez más necesario que los debates sobre las diversas áreas los den especialistas en las mismas. Y es necesario que la crítica al kirchnerismo comprenda dimensiones específicamente económicas, específicamente políticas, específicamente sociológicas, y demás. No es el caso, por supuesto, que estas críticas no existan entre los académicos y los especialistas. El caso es que no logran la visibilidad que sería necesaria para que la crítica académica al kirchnerismo tenga una presencia importante en el debate público, una presencia que demuestre que es posible criticar al gobierno desde una posición distinta a la de los prejuicios y la superficialidad que caracteriza a los principales medios de comunicación.

Lo cierto es, sin embargo, como señaló Hannah Arendt, que el conocimiento tiende a llevarse mal con lo público; a pesar de que, en cierta medida, se necesiten uno al otro. Sarlo ha dejado el aislamiento académico para intervenir en el debate público, dispuesta a afrontar la mediocridad y la violencia con las cuales son recibidos sus puntos de vista. Su ejemplo probablemente consiga seguir disuadiendo a otros académicos de seguir su camino.

martes, 24 de mayo de 2011

Respuesta acertada

Me parece muy acertado este comentario de María Esperanza Casullo sobre la dirección que debe tomar la candidatura de Filmus en la ciudad. Yo no lo votaría, porque no quiero respaldar al gobierno nacional, pero como respuesta a la pésima gestión de Macri me parece adecuada. El principal fracaso de Macri no pasa por su diferenciación entre política y gestión, la cual fue en cierta medida novedosa para el contexto en el cual surgió. Pasa más bien por sus pésimos resultados en el plano de la gestión, que supuestamente habría de ser su fuerte. La respuesta, por lo tanto, no debería ser un retroceso a una política que enfatiza las consignas progres por sobre los problemas específicos de la ciudad, sino una política que, desde el progresismo, pueda generar una gestión más efectiva y eficiente.

lunes, 16 de mayo de 2011

Corporaciones

Hace un tiempo escribí un comentario sobre el uso del término "corporaciones" para calificar a ciertos grupos o sectores sociales. Creo que el discurso de Cristina del otro día en parte confirmó lo que escribí y en parte lo corrigió. Confirmó que "las corporaciones" no son grupos sociales predefinidos, es decir, no hay grupos sociales que son en sí mismos "corporaciones" y otros que en sí mismos no lo son, como muchos suelen creer. Corrigió porque ello no implica que no haya actitudes "corporativas" y, por lo tanto, una cierta propensión de ciertos grupos a devenir "corporaciones". Cristina, que aprende más rápido que los supuestos intelectuales que la apoyan, ha explicado entonces que una corporación no es un atributo, sino una forma de actuar. La misma se define, según ella, por buscar el beneficio propio por sobre cualquier otra consideración respecto del bien común o de principios éticos. En otras palabras, una corporación es aquella que orienta sus acciones únicamente en torno de sus intereses (o incluso ideas) particulares.

Que los sindicatos en la Argentina son corporaciones no es una novedad. Tampoco es el caso, claro está, que los sindicatos hayan desarrollado recientemente actitudes corporativas. Los sindicatos han sido corporaciones desde los inicios del kirchnerismo, y su alianza con el gobierno hasta este momento se basó en la atención de los intereses corporativos de esos sindicatos. Esa satisfacción siempre ha implicado lo que Cristina remarcó el otro día: excluir a los trabajadores no sindicalizados y asentar las desigualdades al interior de los trabajadores; así como, y esto no fue mencionado por Cristina, respaldar una estructura y una dirigencia sindical abiertamente no democráticas.

Una de las lecciones prácticas del conflicto y potencial ruptura del gobierno con la CGT es la siguiente: no se debe asumir que los grupos sociales tienen atributos naturales e inmutables. Los actores sociales cambian según el contexto, o el contexto cambia de forma tal que la posición de los actores es transformada. Es un error atribuir a los actores sociales características inherentes, pensando que algunos están naturalmente ligados al bien común y otros naturalmente confrontados con el mismo. La política revela, antes que nada, que toda posición está determinada por un contexto permanentemente cambiante.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Zaffaroni contra los medios

Leo esta nota en Página/12. El juez de la Corte Suprema Raúl Zaffaroni acaba de publicar un libro titulado La palabra de los muertos. El argumento presentado por el libro, según la nota, es el siguiente. Existe una "criminología mediática" que "pinta un mundo amenazado exclusivamente por el delito común y el terrorismo" y está "al servicio del poder y de un modelo de 'Estado gendarme' o 'policial' de raíces estadounidenses". Esta criminología esconde las matanzas perpetradas por el propio Estado, no solo en los casos de genocidio, sino más cotidianamente en las cárceles y en el uso irresponsable del poder policial. Por eso, en contraposición a la "criminología mediática", Zaffaroni propone una "criminología cautelar", cuyo objetivo es "'preservar la vida humana' y propiciar una 'sociedad inclusiva' corriendo el foco de 'la exaltación del poder punitivo'".

La descripción de la presentación del libro en la Feria del libro deja en claro que el evento fue, más que una búsqueda de reflexión especializada, una toma de posición en el conflicto entre el gobierno y los medios de comunicación. Salvo León Arslanián, los invitados (también estaban Víctor Hugo Morales y el abogado y militante de la Comunidad Homosexual Argentina Pedro Sottile) no eran particularmente versados en el tema en cuestión. Todos ellos, sin embargo, comparten una alineación abierta con el gobierno en el conflicto con los medios de comunicación. Las declaraciones tomadas por la nota dejan en claro que el evento se enmarcó en esta alineación.

El argumento del libro, tal como es descripto por la nota, es curioso. Se califica como "criminología mediática" a una criminología que, según Zaffaroni, oculta crímenes cometidos por el Estado. El objetivo sería, de alguna manera que no queda clara, sostener un cierto modelo socioeconómico. Pero lo que no se entiende es por qué, si es el Estado el que comete los crímenes, esta criminología sería eminentemente "mediática", y no "estatal". La definición parece demasiado forzada para ajustarse al clima político del momento.

Que el libro es más un intento de intervención política que un estudio académico lo deja en claro el propio Zaffaroni, quien dijo que escribió el libro en un lenguaje coloquial "para que lo pueda leer cualquiera". Es curiosa la idea de que un libro lo puede leer cualquiera solo por utilizar un lenguaje coloquial, como si no hubiese ciertos temas que requieren conocimiento especializado y son, por lo tanto, de difícil acceso para el público general.

Todos estos elementos ponen en duda la idoneidad de Zaffaroni para el cargo que ocupa. Un juez de la Corte Suprema es, por definición, alguien que no debe intervenir en los debates de la coyuntura política, mucho menos alineándose abiertamente con alguna postura. Siendo que un juez debe apegarse lo más cercanamente posible a la ley y ser lo más neutral posible frente a las partes en disputa, un juez políticamente activo despierta dudas sobre su idoneidad para ser neutral ante ciertos casos. Más aún cuando su intervensión política afecta temas judicializados en los que debe intervenir como juez: ¿puede Zaffaroni ser neutral frente a la ley de medios cuando defiende abiertamente la postura del gobierno en este tema? Si Zaffaroni quiere ser un intelectual público que toma posición en la coyuntura política, debería renunciar a la Corte Suprema, que es el órgano que, por su propia naturaleza, debe ser el más a-político y el más independiente de la coyuntura.

Si la descripción realizada por Página/12 es correcta, no deja de llamar la atención la mediocridad intelectual de Zaffaroni. Primero, porque la presentación parece más una fiesta de chistes e ironías políticas que una presentación de libro serio. Segundo, porque dicha presentación se realiza con gente que piensa lo mismo de antemano, evitando así contrapuntos de ideas. Tercero, porque se invita a gente cuya capacidad de aportar al tema en cuestión es dudosa. Cuarto, porque Zaffaroni alega que por el solo hecho de recurrir al lenguaje coloquial, el libro es legible por cualquiera. Una serie de elementos que no se ajustan al rigor académico que debería caracterizar a uno de los máximos especialistas en derecho del país.

martes, 3 de mayo de 2011

El debate detrás de Siderar

En el último comentario escribí sobre la visión que el kirchnerismo tiene de la economía. La cuestión parecería ser así: el kirchnerismo no cree en un economía con reglas generales claras que orienten el comportamiento de los actores privados. Por el contrario, si bien considera necesario establecer selectivamente ciertas reglas en ciertas áreas, el kirchnerismo prefiere un Estado que intervenga coyunturalmente para sintonizar a la actividad privada con el bien general. Esto significa que, salvo en ciertas áreas, hay poca confianza por parte de los empresarios en que las reglas permanecerán estables a lo largo del tiempo.

El episodio de Siderar es revelatorio en este sentido. Lamentablemente el gobierno ha elegido esquivar el debate convirtiéndolo en una cuestión de sospechas, es decir, enfocándose en "qué estará ocultando Siderar" para resistir la ampliación de la participación estatal. Lo más importante del caso es, sin embargo, la relación entre el Estado y la actividad empresaria.

Siderar tiene razón en que la medida implica una modificación de las reglas del juego. El motivo es el siguiente. Una parte significativa de las acciones de Siderar pertenecían a las AFJP, cuya participación en el directorio de las empresas estaba limitada por ley (por motivos que aquí no vienen al caso). Al estatizar los fondos de jubilación privados, el Estado se hace cargo de esas acciones, pero sigue atado a la restricción respecto de su participación en el directorio. Al remover posteriormente esa restricción, el Estado se habilita a sí mismo a aumentar su participación en el directorio. De ese modo, una sucesión de medidas por parte del Estado le permiten al mismo convertirse en un actor activo dentro de Siderar, sin que la empresa pudiera preverlo ni hacer algo al respecto.

La clave de la cuestión es que el Estado no es un actor económico como cualquier otro. Un actor privado busca por lo general maximizar la rentabilidad de sus activos, es decir, de las empresas en las que participa. El Estado, por supuesto, también tiene interés en que sus activos sean rentables, pero tiene además otros intereses que podrían interferir con aquél. Por ejemplo, el gobierno podría estar interesado en mantener bajo el precio de un determinado producto, por considerar que de ese modo se beneficia a la economía en su conjunto. Esto podría, claro está, afectar negativamente a la rentabilidad de la empresa, la cual es el único interés de los accionistas privados. O sea: la presencia del Estado en una empresa afecta la orientación general de la misma. Una empresa privada solo busca, en principio, rentabilidad, mientras que una empresa pública busca además defender el bien público.

La cuestión es, entonces, que si a los propietarios privados de una empresa se les impone, sin poder preverlo y sin capacidad de decisión, una cierta participación estatal en la misma, se está alterando la naturaleza de dicha empresa. Puesto que el Estado no es un accionista más, sino un accionista con características particulares, su imprevista participación en el directorio de una empresa implica una modificación de las reglas del juego. Por supuesto, la situación sería diferente si las acciones hubiesen sido vendidas directamente al Estado, sin ninguna ley que restrinja su participación en el directorio. Pero en este caso no ocurrió ninguna de las dos cosas.

Para poner un ejemplo tonto. Imaginemos que tres amigos ponen una empresa. Después de un tiempo, uno de ellos vende, con la aprobación de los otros dos, su parte de la empresa a un tercero. La ley dice que este tercero, por tener ciertas características, no puede participar del directorio de la empresa. Después de un tiempo, el Estado decide que todos los activos del comprador de esas acciones le serán transferidos. Poco después, decide remover el tope de la participación en el directorio de la empresa para este tipo de acciones. Un tercio de la capacidad decisoria de la empresa queda, de ese modo, en manos del Estado. Los dos amigos, que habían puesto una empresa manejada solo por privados, deben ahora forzadamente compartir la empresa con el Estado (que, como ya hemos dicho, puede perseguir fines incompatibles con la rentabilidad de la empresa).

Todo esto solo para decir que el argumento de Siderar de que la medida del gobierno representa un cambio en las reglas del juego es legítimo. El debate, por lo tanto, no puede reducirse a que el Estado sencillamente se está haciendo cargo de lo que naturalmente le corresponde. El gobierno ha tomado una decisión que responde a una cierta visión de la economía, según la cual el mantenimiento de las reglas en las cuales se enmarca la actividad privada está en alguna medida supeditada a las consideraciones estratégicas del Estado. Esta tensión entre medidas coyunturales por parte del Estado y la perdurabilidad de las reglas es uno de los puntos más conflictivos de la política económica del gobierno.