Cada vez hay menos margen para pensar en la Argentina. Me refiero a pensar en el sentido fuerte de la palabra, es decir, en el sentido de cuestionar las propias ideas y los propios presupuestos, de entender otros puntos de vista, de estar abiertos a la posibilidad de estar equivocados, de buscar refinar los argumentos. Todos estos elementos están desapareciendo del espacio público, socavados por la creciente necesidad de prevalecer por sobre el contrincante.
Ocurre que, cada vez más, la política argentina se parece a una guerra ideológica o, como suelen decir los intelectuales afines al gobierno, a una "batalla cultural". Algunos de ellos, como Ernesto Laclau, iría tan lejos como para afirmar que la política es precisamente eso. Pero, dejando ese tema de lado, lo cierto es que no hay nada menos útil y más perjudicial en una guerra que pensar. La inteligencia y la reflexividad nunca han sido valores a destacar en un buen soldado. Más aún, un soldado que piensa demasiado es un mal soldado. En una guerra, no hay margen para repensar los motivos de la contienda, la identidad de los participantes, la justicia o injusticia de las propias acciones. Una vez en guerra, lo único que importa es ganar.
Esto no es solo aplicable a las guerras que se llevan a cabo con bombas y ametralladoras. También es el caso de las guerras que se pelean con ideas. Si lo que me interesa es que mi idea prevalezca por sobre otra, no hay nada más contraproducente que reflexionar sobre la misma, buscando refinarla o complejizarla. Todo lo contrario: lo mejor es simplificarla y potenciarla. Después de todo, solo en ciertos círculos bastante reducidos el refinamiento y la sutileza son buenos mecanismos de persuación. En el espacio público, donde cuestiones sumamente complejas son puestas en la consideración de masas de gente sin ninguna especialización en las mismas, la simplificación y la repitición tienden a dar mejores resultados.
El que duda, el que pone matices, el que arroja luz sobre la complejidad, no puede menos que interferir en los objetivos de la batalla ideológica. Refinar las ideas puede ser un objetivo loable para el que piensa, pero es motivo de desprecio para quien está en la lucha. Eso explica, en gran medida, el desdén de los militantes políticos, y de los intelectuales militantes, por quienes "no toman posición". En medio de una guerra, no hay nada más deshonroso que mantenerse al margen mientras los demás pelean. Cuando uno está totalmente entregado a una causa, que otro busque mantenerse neutral ante la misma resulta tanto o más ofensivo que defender la causa opuesta. Cuando la guerra es total, nada parece más abyecto que no participar de la misma.
En la Argentina, cada vez más el clima de guerra cercena la posibilidad de pensar. Los medios públicos contra los medios privados, la CGT contra la UIA, el gobierno contra la SRA, Madres de Plaza de Mayo contra Herrera de Noble. Unos dicen "fascistas", "auritarios", "ladrones"; los otros dicen "neoliberales", "torturadores", "monopolios". Para unos y para otros, nada más inútil que pensar sobre el mejor mecanismo para garantizar la pluralidad y libertad de medios, para articular desarrollo con equidad, para mejorar los mecanismos de recaudación y distribución, para comprender el drama de la última dictadura, y demás. Nada más importante que convencer a la mayor cantidad de gente posible de que uno tiene razón, y los otros no; de que uno defiende intereses nobles, y los otros espurios.
"Hay un tiempo para todo", dice la biblia. Este no parece ser el momento para pensar.
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