Me sorprende cuando algunos intelectuales, como Orlando Barone en este post, buscan las más pintorescas formas de expresar su desagrado por una serie de personas y grupos, sin explicar por qué les desagradan. Tal vez el desagrado no se pueda explicar, y no quede más que hacer una suerte de declaración estética sobre algo que no nos gusta para ver si otros concuerdan o no con nuestra apreciación. La política, claro está, tiene mucho de eso: hay cosas que nos gustan y cosas que no nos gustan, y no es siempre fácil explicar por qué. Pero hay que tener cuidado: una declaración estética nunca puede ser verificada; solo refleja el punto de vista de quien la emite. A veces ella induce a otros a compartirla, pero otras veces impide cualquier acuerdo.
El problema es que la política no es una práctica puramente estética. No cabe duda de que la estética forma parte de ella. Pero si la estética no va acompañada por argumentos, es decir, por explicaciones que induzcan a otros a compartir nuestro punto de vista y, a la vez, nos obliguen a comprender el punto de vista del otro, deja de ser política. El gusto, como se sabe, no puede ser fundamentado, pero sí explicado. Yo puedo decir que algo me gusta porque no está ni muy crudo ni muy cocido, o porque es el punto medio entre dulce y salado. Nadie está obligado a compartir mi gusto, pero sí es posible que otros lleguen a comprenderlo. Eso, ya de por sí, es un principio de entendimiento.
Por otro lado, las declaraciones estéticas pueden estar ligadas a cuestiones fácticas que, aunque incapaces de proveerles una justificación universal, conecten nuestro gusto particular a verdades comunes. Por ejemplo, a mí puede gustarme un determinado compositor porque fue el primero en utilizar una determinada técnica. Ello no implica que a los demás deba gustarle, pero sí pueden conectar esa verdad compartida con mi gusto particular. O pueden demostrar que, en realidad, esa no es la verdad, y dejar en claro que las premisas en las que se sustenta mi gusto son incorrectas. En ambos casos, la declaración estética abre el camino al entendimiento mutuo.
Cuando, en cambio, la declaración estética no hace más que ponerle un concepto ("absurdo", "desfachatado") al disgusto, no hay mucho margen para el entendimiento. Se trata de algo más cercano al soliloquio o, al menos, a un discurso dirigido a quienes ya comparten mi gusto. Es como cuando uno termina de escuchar la novena sinfonía de Beethoven y dice "buenísimo", "espectacular", "sublime", y demás. Uno trata de expresar una sensación, y busca conceptos que lo ayuden. Eso no tiene nada de malo. Pero poco tiene que ver con el entendimiento mutuo y la construcción de voluntades plurales sin las cuales es impensable la práctica política.
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